Dioses muertos #HistoriasdelaHistoria

 

En mi lecho de muerte me acechan sombras de dioses muertos.

César se ríe. Tiene la toga desgarrada en veintitrés lugares distintos, y la sangre que mana de sus heridas tiñe la lana blanca de púrpura imperial. Apenas había dejado de ser un niño cuando lo mataron, y ahora soy más viejo de lo que él era entonces. Me llamó su hijo, y ahora se limpia la sangre de las manos con las sábanas de la cama en la que moriré. Ni muerto sabe permanecer callado:

—Me vengaste, Octavio —dice, con esa voz inquietante suya, siseo de víbora y rugido de león. Su sonrisa parece sincera, pero en sus ojos centellea malicia—. Has sido el emperador más grande que gobernará Roma jamás, pero yo soy el mejor hombre que nuestra ciudad ha dado al mundo. Este imperio se nos quedará pequeño —Arruga la nariz—. ¿No lo hueles? Roma arde —Permanece serio un momento, y entonces la garganta se le desgarra en una carcajada, y la sangre que mana de su ingle corre rauda hasta sus pies—. ¡Tu vida arde, Octavio!

Arde. Sí, es cierto. Siento el calor en el tuétano, mis huesos son el mármol de mi ciudad. Roma ardió en la pira funeraria de César. Arderá también al son de una lira que un dios tocará antes de arder con ella, y arderá mil y una veces, durante mil y un años. La risa de César es grave y quejumbrosa como el crepitar de un incendio, y mi lecho de muerte está en llamas. Me revuelvo contra las sábanas, pero alguien me mantiene postrado en el lecho.

—Tranquilo, Augusto —me dice—. Pronto pasará. Pronto…

Pero no reconozco quién me consuela; estoy más próximo al mundo de los muertos que al de los vivos. César no deja de reír; su risa desquiciada me perseguirá durante milenios, mucho después de que Roma arda y se levante y caiga otra vez. Me ha llamado el emperador más grande de Roma, pero su halago es un puñal en mi pecho: Roma caerá desde el mismo momento de mi muerte, ahora lo sé. No habrá emperador a la altura después de mí y, si lo hay, caerá pronto; arderá en Roma, como todos los demás, hasta que no quede Roma en la que arder. Me resisto. Debo evitarlo, debo…

—¡Dejad que me levante! ¡Soy el emperador de Roma! ¡No dejéis que me lleven!

Pero de mis labios no sale grito alguno, ni siquiera un sollozo, y otros dioses acuden a mi lecho para mofarse de mi agonía. Catón el Joven se sujeta las tripas con las manos y me maldice por haber convertido su República de piedra en un Imperio de mármol. Cicerón sostiene su propia cabeza en alto, exhibiéndola como si fuera parte de un macabro discurso, pero es incapaz de hablar; tiene horquillas clavadas en la lengua, más afilada que nunca.

Incluso mi hija Julia está presente, escuálida como un hueso apurado; aún no ha muerto, pero Tánatos tardará poco en concederle la piedad que yo le negué. Me deshonró en vida, y ahora me juzga en la muerte. Fui más emperador que padre para ella, y ahora no soy más que un dios moribundo.

—Perdóname —le ruego.

No me escucha; ella está más muerta que viva, pero yo soy apenas un espectro que respira. Y, aunque yo no la condené a morir, sus ojos me acusan. Creen que yo la maté. Augusto la mató.

—El emperador está agonizando, Augusta —Ecos llegan hasta mí—. Tal vez no debería…

—Apartaos —La voz de Livia es casi tan fría como la muerte—. No me marea la sangre. Lo soportaré.

Pero mi mente no está con mi esposa, sino con los dioses a los que maté, a los que humillé y deshonré. Lépido se emborracha de derrota a los pies de mi cama. Cesarión, hijo de César, me señala con dedo acusador, agarrado a la toga de su padre, al que juré vengar.

Antonio y Cleopatra están tomados de la mano frente a mi lecho. Ella sostiene un áspid que le hinca los colmillos en el brazo y él ase la hoja de un puñal que se le hunde en la carne hasta las falanges de los dedos. Prefirieron morir como dioses a vivir como sombras de mi triunfo; los llevé hasta la muerte a punta de espada, pero me arrebataron el golpe de gracia. Tal sería su única victoria, me dije entonces, pero hasta un dios puede errar, pues ahora son ellos los que me ven caer, y se ríen del anciano impotente en que me he convertido.

Hay muchos más, hombres y mujeres, genios que aún no han nacido y monstruos que aplastarán mi Imperio con botitas de soldado. Todos llevan máscaras, como los actores de una tragedia griega, y sus cuchicheos retumban en el inmenso teatro en que se ha convertido mi cuarto.

Entre todos ellos, Livia viste una estola gris en la que se confunden su pelo cano y su piel pétrea.  A mi esposa la esculpieron con cincel, una diosa en vida. Es mármol. Es Roma. Y arderá. Su silencio solemne es más sonoro que la risa de César, el rayo previo al trueno.

—Livia —la saludo.

Mi voz es tan débil como la de cualquier viejo, pero la suya es firme:

—Augusto.

Está sentada junto a mí, y toma mi mano como Cleopatra toma la de Antonio. Si es capaz de verlos, mi esposa no me lo dice.

—¿Lo he hecho bien, Livia? —le pregunto.

—Nadie lo habría hecho mejor.

Una lágrima me resbala entre las arrugas de los ojos. ¿Cuándo fue la última vez que lloré?

—Que me aplaudan, Livia. Que me aplaudan hasta que no quede nada de lo que construí. Recuérdame.

Del hombre que fui solo quedó el dios. No quedaron huesos, ni ambiciones ni imperios, solo Augusto. Pero la comedia prosigue, con nuevos actores, con nuevas máscaras. Y Roma sigue ardiendo.

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